Los árboles tienen un lenguaje interno que se escribe en sus anillos de crecimiento, en el interior de su madera. En particular, los árboles monumentales, singulares, patrimoniales según su catalogación, son patrimonio natural pero también son patrimonio cultural; verdaderos protagonistas de una historia y grandes generadores de servicios para la ciudad.
Como bien cuenta Marcela en este texto, producto de décadas de trabajo junto a ellos, sus “viejitos”, el paisaje original de Buenos Aires no era pródigo en leñosas arbóreas, y su valiosa presencia en el paisaje urbano de estos tiempos es responsabilidad y obra de los grandes paisajistas que crearon un paisaje citadino común a las tendencias del siglo XIX y XX. Su silencioso pasar, habilita al humano a crear historias sobre ellos, a veces ciertas, a veces forzadas, para referir hechos que la tradición oral fue modificando a lo largo del tiempo.
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Este escrito es sobre todo un homenaje a aquellos visionarios que en el acto de plantar árboles manifestaron un hecho civilizatorio, para aquellos que levantan su mirada para reverenciarlos y apreciarlos, pero también un mensaje de alerta para los que no lo hacen, un llamado de atención sobre la necesidad de su conservación, su gestión diferenciada, su divulgación y finalmente, para poder entablar un diálogo con ellos, aunque nuestros lenguajes no sean los mismos.
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Y como cuenta en La balada del álamo Carolina el escritor Haroldo Conti, “Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo”.
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A los árboles, con nuestro mayor respeto y devoción.
(Prólogo de Gabriela Benito)